Al subir al avión que nos llevaría a Lima, dejábamos atrás meses en los que habíamos estado recogiendo material, medicinas y trabajando para poder ir a este viaje. No íbamos a ver el Machu-Picchu, ni a hacer turismo; queríamos dedicar nuestro tiempo, nuestras energías y parte de nuestro verano a ayudar a personas que lo necesitaran.
Llegamos a San Vicente de Cañete, a 140 km de Lima, donde está “Condoray” y descubrimos que no es sólo un centro de formación profesional para la mujer; ni sólo un Instituto Tecnológico Superior donde estudiar; es sobre todo lo que su nombre significa en Qechua: “fuerza de mujer”, un impulso a la dignidad de la mujer peruana, a sus familias y a sus comunidades.
Más de 20.000 campesinas han participado en los distintos programas de desarrollo rural y más de 7.000 jóvenes se han capacitado en sus carreras técnicas y cursos de formación y trabajan en empresas locales o en sus propios negocios.
Comenzamos a trabajar bajo la dirección de las promotoras rurales: campesinas, que después de recibir una intensa formación, se dedican a impulsar a las mujeres de sus poblados, ayudándolas a conseguir mejoras en el ámbito tanto familiar como social.
Pusimos en marcha un programa de salud, en el que impartimos clases de nutrición a las madres, repartimos a los niños del poblado material básico como cepillos de dientes, organizamos concursos para mejorar sus hábitos de higiene y el equipo médico prestó atención primaria a más de 600 personas.
Otro equipo, desarrolló un programa de mejoramiento de viviendas y saneamiento de zonas comunes; las mujeres pintaron las fachadas de sus casas y plantaron árboles para disminuir el polvo que hay en las calles.
Algunas de las voluntarias que cursan estudios en marketing y en finanzas, colaboraron con el CEFEM (Centro de Formación Empresarial para la Mujer), asesorando a propietarias de puestos en mercados para mejorar sus ventas, su contabilidad o su imagen. Diseñaron logotipos, prepararon planes estratégicos y les ayudaron a implantarlos.
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