Jacmel es una ciudad costera del sur de Haití. Tres meses después del terremoto, en abril, se volvieron a abrir las puertas de los colegios. Desde entonces, los niños, cada mañana, se vuelven a vestir sus uniformes rosas, verdes, azules o amarillos, las madres se esmeran en peinar a sus hijas con moñitos decorados con gomas de colores y les preparan la comida de mediodía. Una rutina familiar que aporta cierto sentimiento de normalidad después de meses de desolación, de angustia, de vivir inmersos en una especie de pesadilla. Como un anuncio de tiempos mejores, cada mañana, hacia las siete, multitud de niños se encaminan en fila, a los lados de las carreteras, hacia la escuela. Algunos recorren muchos kilómetros.
La educación es un derecho de todos los niños del mundo, pero en una emergencia como la de Haití es, además, una forma de ayudar a los más pequeños a normalizar su situación, un apoyo vital para superar el trauma. Los profesores utilizan métodos psicoterapéuticos con ellos, como pedirles que hagan un dibujo sobre el terremoto. Es habitual que algunos, sobre todo los más mayores, lloren mientras dibujan o directamente sean incapaces de hacerlo.
Entre los niños que se han reincorporado a la escuela está Jeanne Françoise Daphnée, una pequeña que vive en el campo de desplazados de Petionville Golf Club, en Puerto Príncipe. Lo que antiguamente era el campo de golf por el que paseaban las clases altas haitianas se convirtió después del terremoto en un gran campo de desplazados. «Estoy muy contenta de que vuelva a haber clases. Soy buena estudiante. Yo creo que algún día terminaré mis estudios. Me gustaría ser médico. Cuando cobre un salario, lo compartiré con los huérfanos, necesitan mucha ayuda. También me gustaría casarme y tener dos hijos.»
La escuela aporta a los niños haitianos esperanza en un futuro mejor y también protección, estabilidad y servicios básicos, como acceso a agua y saneamiento; algo especialmente importante en Haití, país en el que ya antes del terremoto el 55 por ciento de los niños en edad escolar no iba a la escuela, entre otras cosas porque la educación es en su mayoría un 80 por ciento privada. Pocos pueden permitírsela. Unicef ha traído la «escuela en una maleta», una gran caja de metal que contiene material para un maestro y 80 alumnos, para que las clases no se paralicen por falta de material. También se ha ocupado de instalar grandes carpas que funcionan como estructuras temporales en los casos en los que las escuelas se hayan destruido , de la valoración por parte de un equipo de ingenieros del estado de las 4.992 escuelas afectadas por el terremoto y de la construcción de escuelas semipermanentes.
Los problemas del país no terminan con el terremoto: recientemente, en Haití ha habido un brote de cólera y la tormenta Tomás está dificultando el día a día de los campos de desplazados. «Mi tienda de campaña se ha inundado bastantes veces», dice Christopher Jean-Felix, de ocho años. «Cuando llueve, todo se moja, también mi ropa. No puedo dormir cuando hay tormenta.» Para Christopher, como para el resto de los niños del campo, la escuela es mucho más que una clase, es un refugio.
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